jueves, 30 de agosto de 2007

Eno: Another Green World

















¿Por qué acordarse ahora de un disco parido hace más de treinta años? Llámenme nostálgica, pero a día de hoy aún me asombro con la audacia conceptual y belleza formal de este álbum, parido en tal estado de gracia, que hace más que pertinente remontarnos a cuando usábamos chupete. Brian Eno podría ser mi padre, pero por fortuna no lo es y podemos volver una y otra vez a este retro-vanguardista mundo verde.

Porque, en lugar de estar poniendo en orden su vida como buen burgués, entre 1973 y 1975 Brian Eno estaba desgastándose la vista entre sintetizadores y magnetófonos, poniendo a parir la idiosincrasia de la canción pop y dando los primeros pasos en la academia de gurús, donde se graduaría poco después.

Another Green World” pertenece a una etapa especialmente prolífica del británico, justo después de abandonar Roxy Music (con Ferry no había convivencia posible), en la que Eno abraza sin timidez su “misión” en el mundo y bombardea, literalmente, con ideas, experimentos y discos. Cuatro ídem en tres años (“Here Come the Warm Jets”, “Taking Tiger Mountain (by Estrategy)”, el que nos ocupa y “Discreet Music”), más otro firmado en comandita con Robert Fripp (“No Pussyfooting”). Cualquiera de estos te lo puedes coser a la oreja de aquí hasta que te mueras, pero “Another Green World” contiene las suficientes preguntas como para ser considerado un pilar: con él, su autor se deshacía de numerosos postulados rockistas y, por delante de él, ya (casi) nada iba a ser igual.

Un estudio es una casa

Verano de 1975, Brian Eno y sus secuaces (entre ellos Paul Rudolph, Percy Jones, Phil Collins, John Cale y Robert Fripp) se encierran en los estudios Island de Londres para grabar un disco. El mentado se propone probar la flexibilidad y capacidad de respuesta de los músicos en una situación desconocida: aparte de la cafetera del rubio funcionando a plena máquina, no llevan nada escrito ni preparado. El proceso da de sí catorce cortes, de los que cinco son canciones “estándar”, y cuya secuenciación en el disco es primorosamente dispuesta, en una progresión de sentido que puede llamarse “conceptual”. Si tuviésemos en las manos la edición vinilo, además, apreciaríamos los ritmos, texturas e intenciones sensiblemente distintos de ambos lados: la cara A concentrando las pequeñas epopeyas pop de formas clásicas y arreglos marcianos (“I’ll come running”, “St. Elmo’s fire”); el lado B diluyéndose en piezas instrumentales, espaciosas y tersas (la preciosa “Becalmed”, la hipnótica “Sombre reptiles”), que preludian la llegada del hedonismo “ambient” al que se dedicaría en breve.

Eno se hace dueño y señor de la mesa de mezclas, y toca y modifica la cadena genética de cada instrumento: en “Another Green World” nada es lo que parece. Las cintas, los filtros pasan a ser instrumentos ellos mismos; algo en lo que este disco (y algunos más de la época) es pionero. Brian Eno usa el estudio para generar frecuencias y timbres nuevos, y luego nos divierte con nombres entrañables como “snake guitar” (“porque tiene esa cualidad líquida, llena de nervio y velocidad”, diría en una entrevista), “castanet guitar” (tocada con mazos y pasada después por filtros sucesivos, hasta que suena mismamente como unas castañuelas) o “Leslie piano”. No sólo de efectos está hecho el mundo verde, porque Eno sabía muy bien con qué intérpretes contaba: el más memorable es sin duda la “Whimshurst guitar” que Fripp, inspiradísimo, pegó a los compases finales de “St. Elmo’s fire”, imitando con las cuerdas de su Les Paul el comportamiento errático e impredecible de un generador de alta potencia. La voz neutra y andrógina de Eno canta las pocas letras que se escuchan en el disco, en las que importa su sonoridad y no su significado. En las últimas fases de la producción, Eno se divirtió desechando parte del trabajo, eliminando pistas superfluas con las que, según él, sólo oscurecía el resultado. Ese resultado es felizmente desafiante, nada acomodaticio y radicalmente pop.

El mundo ha rodado demasiado deprisa los últimos treinta años pero, en lo musical, la culpa es en parte de Brian Eno. Desde el shoe-gazing a la electrónica minimal, sucesivas camadas de músicos le deben una porción de sus creaciones. Yo me someto a menudo a una regresión voluntaria, y me sumerjo en el mundo preter-digital, helado y verde de “Another Green World”. Sabiendo lo que sabemos, el ejercicio resulta de lo más sano. Que venga Freud a decirme lo contrario.

//Este artículo fue publicado en GO Magazine en marzo 2006, ¿por qué lo rescato ahora? Porque me gusta lo suficiente. Y porque no tengo ganas de escribir.//

miércoles, 29 de agosto de 2007

ATMO: Independientes sin red

No hay imagen inocente, ya sea fija o en movimiento: ése es el centro del dilema que arrastra el cine documental. Cualquier objeto, persona o situación es modificado -envilecido- por el simple hecho de ser observado –no digamos ya por ser filmado-; la más simple decisión –vg. el emplazamiento de la cámara- es una toma de posición. Y toda toma de posición es política.

Algunos creen que es una manera de producir propaganda con coartada intelectual; otros, que es la única forma honesta de hacer no-ficción. Un grupo de realizadores y productores independientes se ha bordado este axioma en el forro de la gorra para encarar, desde el 2000, la producción de películas bajo la etiqueta ATMO: una de las factorías europeas de audiovisual más creativas, prolíficas y tendenciosas del momento.

Ellos son los responsables de “Read My Lips”, clips que recorren la red cual reguero de pólvora, en los que personajes de la política mundial dicen aquello que nunca quisieron decir en público: mediante una elaborada técnica de sincronización, George Bush, Sadam Hussein o Bin Laden cantan canciones de amor, develan su verdadero discurso o ejercen de hipnotizadores de feria –véase “The Voice” de Johan Söderberg.

Además de las carátulas y animaciones que generan para televisión, lo más ambicioso de su proyecto es cosa del tándem Erik Gandini-Tarik Saleh. “Sacrificio: Who Betrayed Che Guevara?” (2000) escarbaba en circunstancias que muchos prefieren mantener en el limbo de la leyenda. Y en 2003 “Surplus: Terrorized into Being Consumers” (en un canal temático se emitió como “Superávit”) hizo que festivales del mundo entero se volvieran hacia ellos.

¿Por qué el 20% del planeta come el 80% de los recursos y se queda tan pancho? ¿Cuál es el derecho que tienen los gobernantes del G8 a fomentar la escalada loca del consumismo? ¿Y cuál el que se arrogan los manifestantes anti-globalización para destruir la propiedad ajena? “Surplus” es un sofisticado vídeo-clip de 90 minutos, que utiliza la música y el montaje en una búsqueda sensorial y no pretende explicar la realidad, sino levantar ampollas yuxtaponiendo elementos: una adolescente cubana que sueña con comer big-macs a paletadas, junto a un treintañero sueco que no sabe cómo gastar su dinero, junto a Steve Ballmer arengando cual domador a los desarrolladores del emporio Microsoft, junto al discurso de George Bush en que invita a perder el miedo a consumir… ¡Si Eisenstein levantara la cabeza!

Hace sólo unos meses presentaron “Gitmo: The New Rules of War”, que ya comenzó su carrera de premios y festivales, una película destinada a permanecer como el más completo documento de lo poco/nada que se conoce sobre qué pasa al otro lado de la verja de Guantánamo. No busques objetividad en sus filmes: Atmo es una posición ideológica y un compromiso. Hacer cine aséptico en estos tiempos, según ellos, no es leal ni apropiado. Si lo quieres, lo tomas. Si no, lo discutes.

//Este artículo apareció en la revista Clone en julio de 2006. En la página de la productora puedes ver novedades: ATMO. En youtube hay varios clips de la película Surplus: este es mi favorito//

lunes, 6 de agosto de 2007

Fischerspooner (crónica)

En la historia de las vestimentas estrafalarias que han pasado por este Festival, posiblemente nunca habíamos tenido una tan poca cosa. Con la fama de performers que les precede, habríamos esperado lentejuelas o plumas y no un… calzoncillo. Pero la imprevisibilidad y la fantasía (dirigida en todos los sentidos posibles) forman parte de la esencia de Fischerspooner, que en los directos se transforma en un conjunto de instrumentistas y bailarines al servicio de la performance. Casey Spooner es el maestro de ceremonias, a medio camino entre un Jaz Coleman (esperpéntico) y un George Michael (más esperpéntico). Ni hombre ni mujer, ni vestido ni desnudo (casi): a medio camino, en la más pura indefinición. Y algo así sucede también con su música, y con el espectáculo en sí. Tres bailarinas ejecutan junto a él espectaculares coreografías que apoyaban con ímpetu. Tres músicos (bajo, guitarra y batería) ponen manierismo rock sobre las bases pregrabadas. Y en el centro, Spooner. No es rock ni tecno, no es teatro ni danza. Pero se tiene que bailar. “Just Let Go” empezó a romper el hielo del público, no muy apretado, que estaba ante el Escenario Verde; más tarde entregaron un inédito (el tercer disco, dijo, está prácticamente listo en Nueva York). Para la cuarta, los músicos soltaron sus instrumentos y bailaron sobre la música escupida desde los altavoces. “Cloud”, con ese estribillo que dice “I lost myself”, trajo uno de los temas más habituales en las canciones de este grupo, las identidades borrosas. Ejecutaron sobre el escenario una ¿improvisada? sesión fotográfica. En otro momento, Spooner interrumpió la actuación para darles instrucciones a las chicas. Aunque el público celebró sus bailes y coreó con ganas “We Are Electric” o “Never Win”, de alguna forma, en el desarrollo del concierto, uno no podía dejar de pensar que estaba asistiendo a una gran broma.

Mejor momento: “Dance, motherfucker, dance!”, nos gritó Casey Spooner desde el scenario. A ver quién no le hace caso a este señor tan cuadrado.

Publicado en FIBER Domingo 22 de Julio 2007.

miércoles, 1 de agosto de 2007

Bostezo. Soledad acompañada.

Lo que no se vio, ni se oyó, ni se filmó, ni se grabó, ni se fotografió en Benicàssim. Lo que hacen las reporteras terroristas cuando están solas.

Sábado 21 de julio en Benicàssim. Conspiro con la manía mía de reafirmar mi independencia (ese espejismo), de planeta sin satélites, de cuerpo celeste transitoriamente libre de fuerzas gravitacionales. Andar sola, consumir sola, decidir sola: me encanta, a ratos, estar así de sola. No pedir a nadie consentimiento ni opinión para las ridículas-insignificantes decisiones que conlleva almorzar sin compañía.

Salgo del hotel hacia el pueblo, me dirijo a un restaurante que, como es de prever, está muy concurrido, y pido mesa para una. “¿Te importa compartirla con un chico?” El caso es que sí me importa, pero he decidido no ofrecerme de canto a las insaciables posibilidades de lo real. He decidido estar sola, al mismo tiempo que he decidido sentir yo sola. Nada me ata.

El “chico” parece un hombre de cierta edad. De piel seca, correosa, labios partidos, una cabeza grande de ídolo etrusco, una nariz de algún modo aplastada, desprotegida, sobre una boca gruesa de africano. Yo hubiese dicho más de cuarenta. No quiere almorzar. ¿Para qué está allí? La terraza está a rebosar y él solo quiere un bourbon con hielo. Fumarse un Marlboro tras otro, jugar con el siguiente Marlboro hasta que aparezca un encendedor providencial. Quiere y no quiere conversar. Aparenta darse cuenta de que la situación que nos ha reunido es la más torpe de las coincidencias. Sabe, o al menos al principio sabe, que hemos de respetar nuestro espacio, que se trata de una privacidad anulada a regañadientes. Pero su torrente no cesa. Siquiera, a ratos, diríase que no parará por nada del mundo. Me da lo mismo. Puedo escuchar sus letanías, sus consejos o sus amonestaciones, de aquello y de lo otro, o no escucharlos. Conversa con descaro, con soltura, con acento fuerte (de francés o del árabe o de todo a la vez). Conversa con la idiotez y la espontaneidad de un niño; con el atrevimiento de un viejo que ha visto de todo.

Empero, me divierte. He decidido no hacerle mucho caso, y quizá con eso se dé cuenta de que no necesito actitudes paternales: pido para comer paella, por más que insiste en que no es buena opción allí donde estamos. Puedo participar en una conversación, someramente, impelida por la circunstancia, pero no me tomes por el pito del sereno. Sale a colación la vida, su vida, y hasta la mía. Sale su mujer, la que “él amaba”, la que era “para siempre”. A pesar de sus esfuerzos, no me queda claro quién dejó a quién. ¿Él, que no quería salir nunca con ella, o ella, amargada, por el hombre que rehúye la vida por quedarse cerca de la botella? No me queda claro, y aún así no pregunto. Preguntar es comprometerse. Interrogar es revelar. Es mi timidez. Me entero, sin preguntas, de que tiene cuatro hermanos. Padres, retirados, descansando en una villa de Benicàssim. Ha vivido en cien lugares: terremoto de México en el 85, Mundial de Fútbol del 86… Dice que, para entonces, tenía doce años. Y eso le deja… con los mismos que yo tengo.

Le esperan para almorzar, pero él tiene que ponerse ese bourbon, y otro más, antes de ir a encararlos. No lo dice así. Pero dice sentirse “vigilado”, “perseguido”. Nadie viene. Mi paella es mucho arroz a medio hacer y media docena de alcachofas. No está agradable. Y su conversación dista mucho de serlo. Tiene cuatro sobrinos, y habla de ellos como si fueran sus hijos. Pregunta, todo el tiempo, y yo me veo obligada a dejar caer alguna que otra información. Quisiera tener hijos, dice, pero en vez de eso es hostelero: tiene una residencia de estudiantes. Eso me produce un escalofrío. Peor aún cuando dice que, cuando mis hijas se hagan grandes, las envíe a estudiar a Valencia. Porque él se dedica a la restauración, y a vueltas con la residencia. Entonces, “¿trabajas para el festival?”. “Ah, ¿pero no eres benévola?”. Lo dice mal, poniendo la tónica en la sílaba “vol”. Y ¿de qué carajo me habla? ¿Buena? ¿Honrada? El momento de confusión me hace casi tirar la toalla, pero… Quiero almorzar, tranquila, sola, abierta, disfrutando. No lo consigo. En un solo minuto, recuerdo la correspondencia del francés: voluntaria. No, no soy voluntaria. Voluntaria para escuchar hombres echados a perder, tampoco. Pero ya ha perdido el interés en mí. Necesita nuevas víctimas. La ha tomado con los chicos de la otra mesa, ingleses, que están preparando una tarta de cumpleaños para agasajar a uno de ellos. Las velas, gordas, enormes, rojas, exclaman sobre el pastel: 18.