domingo, 15 de agosto de 2010

Chicharras


Un día cualquiera de mitad de verano. Me dicen que en Madrid no se solían escuchar chicharras, ellas amenizando nuestro paseo por un parque en ese minuto. Como esos tipos humanos en los que nunca habías reparado (hombres con chanclas, mujeres de piernas velludas...) y basta una primera vez. Desde el minuto en que me lo hacen notar, las chicharras se hacen presentes.

Estamos en la segunda mitad de agosto y el balcón de mi casa familiar es el único sitio que hoy, a las cinco de la tarde, permite la presencia humana. El aire que viene de fuera arde, el aire de dentro de la casa cruje. La sombra de los árboles, de pronto, expele la canción desquiciada de las chicharras invisibles.

Sábado de julio. Madrid. Decido desprenderme de un poco de lastre e ir hasta uno de esos lugares en que compran lo que uno ya no necesita. Me saco veinte euros y me como un bocata en una picá de Atocha. No quiero meterme en casa, prolongo la tarde con la Historia argentina de Fresán y el suelo “fresco” del Retiro. Las chicharras cantan a pleno pulmón, yo envío un sms.

Hace pocos días. Sevilla. Los dos pianistas se afanan por hacer sonar sus notas en el Templete de la Isla de los Pájaros, Parque de María Luisa, concierto al atardecer y gratuito en un espacio que no deja verdadero lugar al disfrute de Schumann, Grieg o Debussy. Nubes de mosquitos se desquitan sobre algunas cabezas escogidas (la mujer con un peinado subido de laca, el chico dibujante con un cuaderno lleno de tinta y acuarela). Son los ¿elegidos? La distancia desde el escenario al público está poblada de cantos: las chicharras no se resignan a ser secundarias y, en ciertos pasajes, suben el volumen de una canción completamente descerebrada. La “música de mobiliario” definitiva, la que hubiese enamorado a Satie. Una rata espectacular, para asombro de los pocos que no se han dormido, recorre el borde del templete.

Cinco días en una isla del sur de la Península. No hacer nada. Trabajo constante. Apuntalar la tienda cada mañana y cada tarde porque el suelo es arenoso y las piquetas rebotan como si se tratara de goma. Avituallarnos, organizar bultos, mantenernos aseadas y no quemarnos con el sol, la sal, la arena y las caipirinhas. Mucho trabajo.

Saliendo de la isla, último viaje en el barco de regreso al pueblo. Sólo son las seis y quedan dos barcos más. Nos fletamos pronto, no quiero quedarme en tierra. Atestado. La última en subir es una mujer que parece un chico con perro. No uno, dos. Ocupa el sillón del fondo en la bodega, donde nadie ha querido sentarse. El perro obedece a su dedo y se sitúa debajo del banco. El otro, negro, pequeño, tipo felpudo, lo sigue. Ella también es negra y salvaje. Pelo corto y rulos naturales, los que aparecen después de muchos días sin agua. Delgadísima, las clavículas victoriosas bajo las tirantas de la camiseta, la funda de la guitarra que porta abulta más que ella: una de esas duendecillas sin sujetador, ojos verdes y piel ennegrecida, que podrían enamorar a simple vista a un Don Draper en busca de clientes portugueses. Según se coloque, la camiseta negra le deja ver los pechos. ¿Qué tiene? Tiene un dedo en la boca. Pone el resto de su mano al través de su cara y sonríe a veces -el espectáculo humano alrededor lo merece- mientras se chupa tranquila su dedo pulgar. Narices, cuando se quita la mano de la cara es insultantemente bella y ya no tengo ganas de escribir más. Entonces ya entiendo por qué el resto del pasaje me interesa tan poco y por qué ser chicharra también puede consistir en estar callada. Cantar sin motivo no quiere decir cantar sin ton ni son.

Cualquier día de estos, tratando de trabajar después del almuerzo. Los chorros de sudor me caen por los costados, y no me estoy moviendo. Los dedos machacan pero suavemente, un botón, otro botón, todas las teclas; aparecerá una rata en mi escenario, me digo. Cantarán más fuerte que yo las chicharras. Ellas no descansan a la siesta. Ellas apoyarán mis tesis tanto si están como si no. Sé que hay una vieja fábula que equipara a las pequeñas bichejas con el elemento antisistema, el desestabilizador e improductivo holgazán de todo grupo humano. Nada más lejos. Su producción es inmaterial, ni se vende ni se compra, no la podemos equiparar a algo tan grosero como el dinero. "La productividad", me gritan monocordemente, "es una falacia capitalista y nosotras sólo tenemos un objetivo en la vida: convenceros. Y qué si no tenemos empleador ni contrato de trabajo, ni seguros sociales ni prestación por desempleo, ¿vamos por ello a dejar de cantar?"