domingo, 30 de enero de 2011

Out of season


Últimamente he regresado a algunas prácticas que me devuelven a la adolescencia -y no ha sido de forma consciente-, sobre todo en lo que se refiere al tiempo libre. Me doy cuenta y me da risa:

Pasar el tiempo libre en mi habitación.

Leer durante un día entero, tirada en la cama, zamparse cuatrocientas páginas seguidas de una novela, o saltar de un ensayo a un poemario sin transiciones.

Cantar a voz en grito. Como ocio, no es del todo recomendable, por aquello de reventar los tímpanos de tus convivientes. Ayer eran mi abuela o mi abuelo, hoy son mis hijas las que me mandan callar.

Dosificado, he vuelto a hacerlo, sin motivos para cantar, como impulso irracional. Y es de las actividades más divertidas y saneadoras que me puedo costear. Imitar a mis cantantes favoritas e interpretar tal cual en el escenario, a menudo en loop, a menudo sin saber más que un par de palabras de la letra: unos días Kristin Hersh, otros Siouxsie o Liz Fraser, hoy le ha tocado a Beth Gibbons y su Tom the Model: so do what you gotta do ... and don't misunderstand me...

Es una patraña cómoda meterse en ciertas frases, creer que ellas cantaron para expresar tus miedos o tu dolor, pero qué bien sienta interpretar, sentir a través.

No me puedo permitir el ocio de mis contemporáneos: excursiones vitivinícolas, cenas en restaurantes, escapadas románticas de fin de semana, spas urbanos... En fin todo eso que te convierte en treintañero. Lo escribo con toda la sorna. Cuando abro una revista cualquiera, un Esquire, una Elle, no puedo más que reírme del tipo de consumidor o consumidora al que se dirigen.

No tengo, advierto, ninguna nostalgia de la adolescencia, sí creo que es sintomático que regrese a donde estaba en ciertas cosas, simplemente porque hay que sobrevivir a la presión. Un artículo de Nacho Escolar esta semana hablaba de la gran estafa a la generación que se va a quedar sin pensiones: antes de esta nueva tomadura de pelo, está el hecho de que subsistimos con trabajos precarios acercándonos a los cuarenta, está el otro de que la vivienda en propiedad se nos vetó, etc. etc. Esa sensación de estafa la arrastro yo desde hace diez o doce años.

Ayer leía compulsivamente a Virginia Woolf: entre otras cosas, saqué de ahí que teníamos que liberarnos de la cólera para poder crear. No sé cómo se hace: trabajar, ser pobre, tener vedado el mundo del ocio -la supuesta válvula de escape del obrero-, y a la vez sentir la presión del texto que vende opciones de diversión sin pausa, quedarse en casa, hacerse el monje (eso sí he aprendido a hacerlo sin ningún dolor), estar calmado y en paz, centrarse en un proyecto y escribir sin cólera.

No, Virginia, no tengo ni idea de cómo se hace, pero hoy no me importa mucho, estoy cantando a voz en grito. Ahora caigo en que el disco de la amiga Gibbons con Rustin Man se llama, significativamente, Out of season y fuera de lugar, de temporada, del sistema, de la profesión y de muchas otras cosas me siento bastante a menudo.

miércoles, 26 de enero de 2011

De obrerxs y esquiroles

Anoche acudí a la presentación del libro de Mercedes Cebrián, La nueva taxidermia -un libro al que quiero dedicar más frases que ésta, en otro momento-. En la calle, fuera de la librería, tuvo lugar este diálogo:

Un abogado al que no conozco: "Sí, vengo del trabajo"
Carolink: "Pues qué bien. Debes de ser la única persona de esta gran reunión con un contrato laboral. El contrato laboral es una entelequia".
El abogado: "Hoy he hecho un contrato laboral a una chica" (nótese, "chica").
Carolink: "Felicitaciones. Espero que sea un contrato de trabajo digno sin condiciones precarias".
El abogado: "..."

Sigo haciendo amigos.

Elena Cabrera escribió esta entrada hace pocos días y suscribo cada punto y coma de su artículo, aunque el verdadero problema, al que no entraba en esta ocasión, es que ella y miles más estemos detrás de nuestras pantallas caseras esperando esa respuesta, ese "sí te lo compro", ese encargo bendito con el que sumar cuarenta, dieciocho, sesenta, cien euros por texto. Hay medios más benévolos que otros (y benévolo es la traducción literal de "voluntario" en francés).

Colaboro, como sabéis, desde hace bastante más de un año en el blog Estado Crítico. Lo que publicamos -salvo excepciones- es texto creado para ese blog. Habrá quienes lo hagan por visibilidad, relevancia, qué sé yo. A mí -como es el caso del programa- me parece un espacio útil para, no siempre teniendo el medio que saque mis textos, escribir críticas honestas sin presiones ni limitación de caracteres. Sin embargo, hay quien prefiere no colaborar con el blog y regalar ese trabajo a un periódico. Un periódico que solicita críticas literarias pero no las va a pagar.

Ésta debe de ser de las pocas actividades profesionales en que la gente se regala: no veo yo que lo haga la cajera del supermercado, ni el abogado de la ONG, ni el arquitecto de la obra. Es normal que nos tomen el pelo y lo único que nos ofrezcan, cuando buscamos un contrato laboral, sean situaciones de post-becario, "contrato de autónomo dependiente" (la broma máxima: tenga horario y obligaciones de oficina, no cuente con ningún derecho de empleado) o colaboraciones desde casa (ahórrome tus seguros sociales, tu espacio físico, tu conexión adsl y tus derechos).

Todos hemos empezado en las reseñas sin firmar y sin cobrar, quizá para acariciarnos el ego publicador o para enseñárselo a la abuela o para "hacer curriculum". Normal cuando se trata de estudiantes, de gente muy joven. Aunque en el escenario digital de hoy: ¿Por qué se lo regalas a una empresa?

¿Por qué no sumas tus esfuerzos a una red de creadores? ¿Por qué no te implicas en una radio libre, en un fanzine, en un proyectos común donde no mande el dinero? ¿Por qué no expones tus contenidos en proyectos públicos, con licencia de republicación, cita y remezcla? ¿Por qué no te quedas esos textos en tu propio espacio en lugar de dárselos a un periódico que está mermando la plantilla cada semana y después publica cuentas de resultados elegantes y saneadas?

Me encantó descubrir esta entrada de una periodista vocacional, sin embargo el ánimo y pasión contagiosos de su autora me hace preguntarme en cuántas de esas redacciones ha conseguido ser medianamente bien pagada. Uno de los comentaristas decía algo así como que el periodismo se moría porque el periodista se amarraba a la hipoteca y las comodidades. ¿Tiene el periodista que vivir en condiciones precarias hasta los 67 años para hacer bien su trabajo?

Un camino alternativo nos lo propone Carlos (en clave de humor, como más me gustan las cosas), real como al vida misma.

La poquita luminosidad del panorama me la dan proyectos como Periodismo Humano. Necesitan subsistir del pago colaborativo de sus lectores, así que si te importa el periodismo bien hecho y con enfoque social, no dejes de suscribirte por-lo-que-te-dé-la-gana. El día en que estos periodistas tengan que abandonar será un día muy triste, pero no esperes a quejarte entonces.

Aquí algunos (incluída yo) regalan su trabajo. ¿Necesidad de que exista el espacio que nos publique el periodismo en que realmente creemos, aunque sea a costa de la retribución? Es periodismo serio, es comprometido, está trabajado in situ, es de autor; sin embargo la mayor parte de ese contenido que difunden no sería comprado por ninguno de los medios tradicionales. ¿Por qué? No puedo dejar de pensar en ese sample al final de una canción del último de Mala Rodríguez, donde una voz medio rota recita: porque el ser humano todavía no cotiza en bolsa.

(De regalo) Música para el proletariado 2.0

domingo, 16 de enero de 2011

Efímera

"Han abierto una tienda de "novias" en mi barrio. La han llamado "Efímera". Qué posmos."
@carolinkfingers hace algunos días

La mayoría de las cosas que nos suceden -y menos mal- son efímeras. Incluso cuando estas cosas duran más de lo deseable -un duelo, una convalecencia-, van a tener un final. Nos parece, mientras están con nosotros, que no acabarán nunca pero, si no acabamos nosotros antes, llegará el día en que podamos mirarlas desde lejos y decirnos: "¡Qué mal lo pasé en aquella época!" (probablemente con un recuerdo bastante diluido del verdadero daño).

La ley se cumple tanto para la bueno como para lo malo.

La mayoría de las cosas que nos pueden llegar a suceder en el curso de una vida son pasajeras, he ahí un hecho. Las ciencias más o menos exactas y las humanas se han volcado, tradicionalmente, en el porcentaje de eventos que queda fuera de ese currículo: lo perdurable, las esencias, las leyes o la fatalidad. Así que el corpus descomunal de problemas que arrastra cualquier vida humana (hoy no tengo dinero para pan, mi pareja es un maltratador, mi hijo sufre una dolencia congénita) ha quedado como territorio huérfano de pensamiento y, por tanto, afín al arte.

Todo lo anterior fue escrito a vuelapluma en el recorrido del autobús 19 de vuelta a casa, después de bajar por un rato a La Casa Encendida. Sé que no es enteramente cierto: las vicisitudes del diario vivir son una de las ocupaciones de la Filosofía y sobre todo lo ha sido en el último siglo y medio, el tiempo que vivimos, en el contexto en que la Filosofía ha necesitado más que nunca reafirmarse en su autonomía; eso que llaman postmodernidad.

Me acerqué hasta La Casa Encendida porque el día estaba brillante y leí un aviso de ellos mismos, acerca del fin de una exposición (On & On). Lo que no sabía antes de llegar es que la exposición era precisamente una reflexión a cargo de una serie de autores sobre los conceptos de lo no permanente, lo fugitivo, la transformación, el devenir, el fluir y el cambio. Tampoco para el arte es nada nuevo y los propios comisarios (Flora Flairbairn y Olivier Varenne) lo cuentan en las hojas explicativas de la exposición, pero hoy me ha tocado especialmente el tema. Si esa afección de colon te va a acompañar toda la vida o si aquel abusón se ha dedicado a abrirte la correspondencia durante meses, no importa. Habrá otros momentos bellos y además debes dejar que vengan, en cualquier forma. También debes dejar que se pierdan (como lágrimas en la lluvia, and so on).

Uno de los momentos más bellos del día de hoy me ha sucedido dentro de la exposición.

Mirando en alguna de las salas, escuché cantar. Primero creí que alguno de los visitantes no se había -aún- sacado el modo karaoke de la noche anterior. O que necesitaba expresar su júbilo ante la transgresión de las formas y los conceptos. Me moví por el espacio buscando el origen de la voz, y lo encontré en la figura de una guarda de seguridad que, medio vuelta de espaldas a la pared (buscando quizá el eco perfecto de la sala, quizá el anonimato), cantaba:

This is propaganda. You know, you know.

El tono bello, la voz limpia, la melodía entre soñadora y tranquila. No podía creer que la guarda de seguridad no estaba ahí para ordenar a los padres agarrar por la mano a los niños, sino para cantar, cada pocos minutos, ese mantra cargado de sentido. Que a mí me ha transportado a ciertas evidencias y esencias, como por ejemplo que las novias que se casan son novias por un rato, después esposas, algún día viudas o malfolladas, y que nada permanece; y esa canción murió cuando salí de la habitación y pocas horas después, al cierre definitivo de la exposición.

Los que nos dedicamos a pensar en la cultura, aunque nos resistamos, nos dedicamos a una cosa tan efímera como esa breve estrofa silabeada en abstracto. Pero es bello saberlo y sobre todo es bello saber que, cuando no hay belleza, también se va a acabar, tarde o temprano.

jueves, 13 de enero de 2011

Denúnciame, visto de negro


Es oficial. Es ley. El color negro es perjudicial para la salud. Los médicos del mundo entero lo han demostrado pero, más importante que eso, los lobbies de la cultura del color lo llevan proclamando día tras día, en sus todopoderosas redes sociales, obstruyendo toda posibilidad de convivencia. Gente importante, que sufre lo que llaman obscurofobia, se ha organizado en contra de los negroadictos. Sé que no hay reverso a esta situación, y sé que soy y seré una apestada.

Están los que sufren ataques de asma, los que caen al suelo presa de convulsiones, y hasta ictus espontáneos se han achacado a esta causa. Depresiones y suicidios. Gente que saltaba por ventanas de cuarenta pisos de altura. Creamos a los expertos, que se preocupan por nosotros... Y no llevamos tanto tiempo temiéndole al negro: todo esto es de después de los años 30, lo sabéis, la Gran Crisis. Adoptamos masivamente el color en nuestras vestimentas y dejamos de preguntarnos si se trataba de algo cool, moda pasajera o resistencia organizada...

¿Os acordáis de aquella manifestación multitudinaria contra los constructores de Torre Espacio? Me resulta inverosímil que nadia haya señalado el hecho. Fueron dos millones de personas en la calle llorando la desaparición de las cuatro torres y seis mil muertos. Todas de negro. Aunque los trataron como una anomalía propia del dolor, yo vi ataques espontáneos de epilepsia aquel día, y también en las semanas siguientes. Después nos hemos quedado, una buena parte de esos dos millones, sin casa propia, sin trabajo, sin beneficiencia, sin nada.

No puedo decir por qué lo llevaban los demás. Yo visto de negro desde 1989. Sí, el otro siglo, que ya queda tan lejano. Pero he seguido vistiendo de negro, incluso cuando todo el mundo se decidió a olvidarlo: reformados en masa. Y, aunque quedamos sólo unos pocos, no habéis dejado de perseguirnos.

Ahora me habéis prohibido presentarme en ningún lugar público con una sola prenda de ese color. De ese no color. Me cubro las medias tupidas con calcetas hiladas a rayas que saco de los mercadillos, y si puedo sin pagar. Me acerco a un parque infantil y abro mi multicolor paraguas para cubrirme la cabeza: de cabellos negros, como veréis. Mi capacidad de adaptación llega hasta ahí. Podría cambiar mi fisonomía si me contáis que las narices ganchudas provocan pánico cerval, pero no pienso teñirme el pelo.

Si la calceta se me cae, me señaláis. Si la boina se desplaza, me señaláis. El asunto es éste y me da igual cuánta gente muera por decirlo en voz alta: yo sigo vistiendo de negro.

Sé cuál será el próximo paso, la escena siguiente: amargada por la mucha soledad, haré contacto con alguien en el bar, donde todo el mundo lucirá rosas fucsias, azules eléctricos y naranjas butanos. Me invitará a su casa o me lo llevaré a la mía, en la que hace un centenar de días que no entra nadie salvo yo misma. Me quitaré las calcetas, el vestido, la gorra de colorines. Quedaré delante de él con mis bragas y sujetador justo un segundo antes de que salte de la cama como si le hubiese picado un alacrán.

Denúnciame, le diré.

Sólo queda que me quite la ropa interior negra.