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lunes, 8 de noviembre de 2010

Mi alma a cambio de un minuto de comedia


Inmersa en un libro que trata sobre las mutaciones de la comedia, lo que llama la Nueva Comedia -esto no es una reseña-, su lectura despierta en mí viejas cuestiones, porque hace tiempo me pregunto por qué todo lo que escribo resulta tan plúmbeo, tan abotargado, cargado, serio y empantanado. Como lectora/espectadora me gusta reírme, y como escritora sé que infinidad de mensajes llegarían mejor con un poco de risa (con esa píldora, aterradora, que Mary Poppins daba a sus pupilos, hay que joderse), pero ¿qué es la comicidad? Ya no la "Nueva Comedia, ¿dónde está la "vieja comedia", cómo se genera el humor, quién puede ser humorista, es necesario estar en risa constante con uno mismo, es necesario invalidarse como autor, tener ese alter ego cómico bien aceitado para poder seguir viviendo las pequeñas miserias de cada día? ¿Ser yo objeto de humor? Algunas cosas que me suceden en la realidad me dan muchísima tristeza, ¿cómo puedo pretender, por tanto, el efecto contrario en otros, qué puede haber de humorístico en mi biografía? Si pudiera explicar a otros el sinfín de causas de pavor que recorre mis horas en tono de comedia, ¿serviría? Si les explicase que caerme de culo frente a unos amigos al salir de un concierto quizá haya sido mi último -y muy celebrado- gag, ¿quién hoy, en 2010, puede reirse? Pero necesito el humor, quiero deshacerme de las piedras que me arroja la vida, ¿es el humor algo menos pesado que la seriedad? Entonces quiero sacarme de encima este rictus amargado, quiero empezar a tomarme a chiste, igual así habría menos arrugas en mis ojos... Me asalta la evidencia de lo contrario, la risa es ese gesto del que huyen las celebrities porque, dicen, crea profundas “arrugas de expresión”, el hieratismo como última moda. Bien, y del alma, ¿quién suaviza las marcas, cómo leches me desintegro este cálculo encabronado del corazón, con qué disolvente me arranco este tubérculo encostrado que me obliga a no ilusionarme jamás? Es probable que todo se resuma a encontrar un tema. El tema que cada uno lleva dentro. Y ¿cuál es el mío? Puede que la Nueva Comedia se ría de cosas menos graciosas o nos congele la risa en mitad del gesto, es cierto, y eso puede significar que, quizá, el contexto no me es tan adverso, puede que la mutación de la comedia incluya ese tema, mi tema, la melancolía. Caray, que tampoco es tan nuevo, ¿cuántos monólogos van de un tipo o tipa que no sabe cómo enfrentarse al mundo, cuántos diseccionan la inhabilidad del melancólico para las relaciones sociales, cuántos se recrean en la estulticia de su infatigable confrontación con el absurdo? Anda, si puede que no esté tan lejos. Y me acuerdo de más cosas, y es que la risa no me es tan ajena, que una buena parte de mi familia se ha dedicado y se dedica a hacer reir, en el circo, en la televisión, ¿qué tienen ellos que yo no tenga, qué? Un poco de experimentación sensata se impone, anacrónica, pero experimentación: practicar ser graciosa como una andaluza cualquiera -he aquí el chiste del día, andaluza soy-, inventariar al menos una situación cómica cada veinticuatro horas, escribir una minicomedia por día y... ¿después de quinientos días, podré tener el secreto de la risa? Prometo no escribir nunca más cosas desagradables, nunca más os contaré de la precariedad laboral que me acecha, de mi cuenta corriente esquilmada, de mi soledad, de mis tropezones o mis desnucamientos virtuales, nunca más, esta noche no. No esta noche, en que entregaría mi alma a cambio de un minuto de comedia, lo digo muy en serio.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Hijos de Saturno

Desde mucho antes de que la melancolía se asociara, mediante la astrología, al influjo del planeta Saturno, era este astro el que se entendía padre de los caracteres melancólicos. Opuesto al sol, en el otro extremo del universo, derramaba sobre los hombres la audacia y la imposición de transgredir todos los límites impuestos.

Griegos, astrólogos de la baja Edad Media y pensadores del primer Renacimiento hicieron el resto. Nos liberaron del pesado yugo que la Edad Media impuso sobre la melancolía (tienes exceso de bilis negra, estás desequilibrado y enfermo, hay que purgarte, estás endemoniado, eres un pecador, un soberbio, gasta tus energías en la gran obra de Dios, aléjate del pensamiento profundo, los estudios nocturnos, y come gallina seca).

A partir de entonces, podríamos dejar el eléboro. Saturno nos alimentaría y nos daría razón de ser. Ya no estábamos enfermos, tan sólo señalados por un potente rayo. La brutalidad del vaivén en el que somos gestados nos hará desdichados y felices al mismo tiempo. Y además se puede combatir, aunque sea inútilmente. Siempre podemos combatir. Porque, ¿qué mira tras la ventana la mujer al sol de Edward Hopper? La infinita incomprensibilidad del mundo, la vasta belleza del mundo, inaprensible y efímero; un mundo lejos de su cuerpo desnudo, privado de todo verdadero contacto. Pero la luz se derrama, a pesar de todo, sobre su oscuridad interior.

//Melancolía, de Laszlo Földényi -Galaxia Gutenberg, 2008- en sus páginas 102 a 106, muchas horas de trabajo y todas las lecturas que estoy realizando estos días motivaron este amago de composición conceptual-fotográfica.//

martes, 1 de septiembre de 2009

La condesa y yo



¿Cuántas veces habré escrito el nombre de Erszebet Bathory?

El texto de La condesa sangrienta llegó a mis manos hace muchos años, pero sólo en fragmentos, recopilados en Semblanza, primer libro del que tuve noticia de la argentina Alejandra Pizarnik, que me fue recomendado por Mario (Silvania, Ciëlo). Le tengo puesta la marca: julio de 1996 -porque tras su recomendación, lo compré en una librería ya inexistente de Sevilla, de nombre Aconcagua, especializada en literatura hispanoamericana-.

Semblanza no es propiamente un libro de Alejandra, sino una selección hecha a través de los poemas y textos variados de la solitaria argentina, y editado en 1992 por el Fondo de Cultura Económica. En aquel tiempo, también era la manera más completa de leerla a ella, porque existía este y algún que otro librito en Visor, absolutamente recomendable; fue después, en la siguiente década, cuando Lumen comenzó el trabajo de compilar todo su material (Poesía completa, Prosa completa y Diarios).

Que la nocturnidad y la fecundidad de este precioso alma en pena poética habían que hablarme al oído era cuestión de tiempo. Y si, allá por los tiempos en que terminaba mi carrera y no sabía qué hacer con ella, su escritura era todavía un misterio para alguien como yo, poco cocido en poesía, los años dijeron que me acercara una y otra vez a Semblanza, al libro-pedazos, donde se esconde un poquito de lo mejor de cada libro, pero donde ninguno se puede degustar al completo.

No mucho después, me llegó como regalo de cumpleaños el libro-detrás-del-libro, la excusa de la que nació La condesa sangrienta: la historia que, con el mismo título, contó Valentine Penrose.

La fascinación está detrás de muchas cosas, y hoy mismo he sabido que el término, tan de moda en nuestro vocabulario, el “entusiasmo”, tenía un sentido bien distinto en el siglo XVI y XVII: se trataba de un vocablo peyorativo y designaba a los seguidores de ciertas sectas; y el entusiasmo se creía causado por la melancolía, la epilepsia o la histeria. (Es por eso que Gepe pudo escribir, ahora lo entiendo, aquello de “me muero de entusiasmo”).

Pero me vuelvo al XVII, a la comarca húngara donde se aposentaba el castillo de Csejthe: la historia está contada en docenas de lugares (el mejor y más completo libro-documento es el mencionado arriba, de Penrose), hay blogs, páginas personales y artículos muy sesudos disponibles en internet para quien quiera saber acerca de las “torturas por agua”, “la Virgen de hierro”, las noches de tormentos, el resultado de todo aquel entusiasmo de una noble azotada por la melancolía.

Importa, me importa a mí, no tanto el sujeto histórico y las víctimas reales, como el personaje creado a través de las escenas-cuadros que componen la reseña de Pizarnik. Es ahí donde vive mi condesa. Fue con ella, muy posiblemente, donde por primera vez tuve conocimiento del tema que me ocupa hace tanto tiempo.

“Creo que la melancolía es, en suma, un problema musical: una disonancia, un ritmo trastornado. Mientras afuera todo sucede con un ritmo vertiginoso de cascada, adentro hay una lentitud exhausta de gota de agua cayendo de tanto en tanto. De allí que ese afuera contemplado desde el adentro melancólico resulte absurdo e irreal y constituya "la farsa que todos tenemos que representar"”

El texto es magnífico, preciso, proporcionado y -sólo aparentemente- falto de entusiasmo. Pizarnik hace una disección exacta de los temas contenidos en el libro-excusa y los ofrece a modo de cuadros barrocos: cada uno de los fragmentos parece exponer minuciosa, prolijamente una escena, hecha de autenticidad y falsedad en amistoso diálogo, como en cualquiera de los cuadros de Velázquez. Alejandra compone un fascinante poema en prosa sobre la belleza, la crueldad, el sadismo, la libertad, la tristeza inherente a ella y la falta de asideros en el mundo del carácter melancólico.

En el fondo de toda su exploración lingüística, subyace esa subliminal aventura por tratar de entender lo que es capaz de hacer el ser humano con las facultades que le son propias -creatividad, inteligencia, belleza- en un contexto de completa libertad. Porque, ¿qué se hace con la libertad cuando uno, dentro suyo, está envuelto en su propia mortaja?

“Lo cierto es que había entre Erszebet y los objetos algo así como un espacio vacío, como el almohadillado de la celda de un manicomio. Sus ojos lo proclaman en el retrato: intentaba asir y no podía establecer contacto. Ahora bien, querer despertarse de no estar vivo es lo que hace aficionarse a la sangre, a la sangre de los demás donde quizá se escondía el secreto que, desde su nacimiento, le había estado velado” (Penrose, V.).

El “agujero” o la “disonancia”. Lo que yo llamo desde hace algún tiempo “melancolía del intervalo”, la imposibilidad de conectar, el vacío sucio que se abre entre el alma melancólica y el resto de las cosas (en resumidas cuentas, lo que Kant, tan racionalista él, tan alejado del mito de la condesa, llamaba la incapacidad para alcanzar con el entendimiento el noumenon, y ahora me explico mi propio entusiasmo con los textos de Kant cuando estudiaba filosofía).

Es por eso que creo saber dónde nació la reseña La condesa sangrienta, editada primeramente en una revista bonaerense (1966) y después en libro (1971) y que para Alejandra, siempre tan autoconsciente, constituía la definición misma de su estilo. Erszebet Bathory encarna un símbolo. Una imposible realización del agujero, el intento -fracasado al cabo, pero intento dentro de las circunstancias especiales de un ser tocado por el privilegio aristocrático y el cáncer melancólico al mismo tiempo- de completar el intervalo.

Otros lo intentamos de mucho más humildes maneras.

Pasó el tiempo y la melancolía se alzó, poniendo nombre al agujero. En 2009, la condesa volvió a mí. A través de una nueva edición, donde Pizarnik sin saberlo pasa el testigo a un dibujante, otro argentino llamado Santiago Caruso. Santiago, como dato casual, es nacido el mismo año que el chileno Gepe.

Llega Santiago y completa los espacios dejados en los cuadros verbales de Alejandra Pizarnik. Caruso, que ha hecho todo tipo de trabajos en el terreno de la ilustración, desde cuentos infantiles a El horror de Dunwich, se empapa de condesa, de sangre, de Csejthe y melancolía. Llega Caruso y dibuja ese retrato. Se olvida de las imágenes que circulan de la condesa (todas falsas, el retrato original se sabe desaparecido y sólo se conoce en copia). Dibuja su terrible pena. Su incapacidad para conectar con el mundo. Dibuja ahí mismo su agujero. Y es imposible de llenar.

//La condesa sangrienta en edición ilustrada, Libros del Zorro Rojo. La ilustración es obviamente suya, y la publico sin pudor y sin permiso.
Tomo hoy aquello que tendría que formar parte de la Cámara de las Maravillas y, sin pudor y sin permiso, me traigo aquí los temas//

//Pequeña actualización-del-día-después: me muero de entusiasmo está en esta canción. "Es como morirse de pena por algo también, comerse la sal y el azúcar al mismo tiempo". Lo que me gusta de este chico es esa grandeza pequeña, o pequeñez grande. Algo muy difícil de conseguir en lo musical, pero mucho más en lo poético. Pizarnik lo sabía hacer.

A algunos, los temas de los que hablo aquí les sonarán muy antiguos. Así es el alma melancólica. Se apega a las pocas cosas que les dan firmeza, e insisten en ellas hasta la extenuación. Por eso, existe esa etiqueta en este blog, "melancología".//

sábado, 20 de diciembre de 2008

Melancolía también es portada


Ésta es otra colaboración para hablar de mi tema favorito -dígase con todas sus letras: la melancolía-, con la excusa de un libro inexcusable. Llevaba en la recámara un par de meses. Contenta estoy de que vea la luz justo frente a la época del año más propensa a producir melancolía, de la salvaje.

Bien, bien, dos textos en portada, al mismo tiempo, en notodo.com. Lástima que son míos sólo porque sé que los he parido. Luego, los he dado en adopción.

//Reseña del libro Melancolía de László Földényi, publicada en notodo.com en diciembre 2008//

domingo, 16 de noviembre de 2008

Melancología 1: contra la tristeza

Babelia 885. 8/11/2008 o de cómo el otoño hace publicar cosas muy raras.


Me dijeron que el tal suplemento de hace ocho días –presto oídos constantes a muy pocas cosas, así me va- estaba dedicado a la melancolía y me alegré. Que esto suene contradictorio es mi objetivo. Más tarde, cuando lo tuve en mis manos, me sumí en la melancolía, porque estaba dedicado de una manera muy tibia a algo llamado “tristeza”. “Bienvenida tristeza”: la palabra “melancolía”, que no debe ser tomada como sinónimo de ésta y donde nuestros especuladores de la cultura deberían tener una más frecuente morada, aparece en la portada, en un subtítulo aclaratorio, y se lee muy pocas veces más, en razón de una por dos más o menos.

No le hago ascos. Me enredo en el artículo central y los despieces. Ramón Reboiras firma el primero de ellos, “Oleada de tristeza”. Su oportunismo no puede ser más ramplón ni peor sufragado. El texto de tres páginas parece girar en torno a la premisa “el otoño del 2008 viene cargado de obras que invitan a sumirse en la pena”. Que el otoño se preste a solazarse con piezas directamente recogidas del árbol de la sabiduría –origen de la melancolía- es un lugar común, el peor de todos.

Pero como hija de Saturno, feliz de poder contemplarlo a un par de palmos de Venus en las tardes luminosas de este fantasioso otoño, he de llegar hasta el final. Que ESTE otoño en particular venga cargado de obras que se nutren de pesadumbre, de negritud o abatimiento, es definitivamente moda crítica. El artículo pretende trazar unas ondas iso-anímicas entre ciertos productos de nuestra cultura reciente –pero echa manos de asuntos que nacieron hace algunas temporadas o que aún están por venir- y, traído con los ejemplos que está traído, el argumentario es absolutamente gratuito.

Porque: que el lado tenebroso inspire obras, ¿qué significa? La tristeza “acaba de desembarcar en la cultura”, se puede leer. Por dios, obras amalgamadas con esos materiales las ha habido desde que el hombre es hombre y no se trata de moda. ¿Lo nuevo es, pues, que el mercado prefiere a los corta-venas? ¿Que la “tristeza como actitud” está ocupando los ámbitos destinados a trabajos de liviandad orgiástica y escaso peso metafísico? ¿Que de pronto todo consumidor ha descubierto al gótico autoflagelador que lleva dentro?

Pues no va por ahí. Éste no es un otoño más negro, culturalmente, porque lo son todos los otoños. Sólo hay que estar atentos. Hacer coincidir el inicio de la argumentación con el suicidio lamentable de D. F. Wallace –y no para de hablar de suicidas, como si eso refrendase alguna de estas estupideces- no es sino un desafortunado desatino. Juntar en un mismo párrafo a Carla Bruni y a Sylvia Plath, otro.

Que los materiales de que se nutren estas supuestas obras tristes –habrá que creerle acerca de Los abrazos rotos o la película de Arriaga, The burning plan, pero me da que no va a ser más conmovedora que un galipo de pavo- sean el lado más turbio de la experiencia humana es simplemente lo que debe ser, porque cualquier creador medianamente consecuente ha de abominar de las disneylandias para alcanzar cierto éxtasis.

Puedo creerme la profundidad del último Murakami, pero aún me resisto a admitir la ciénaga en el último Auster (habrá que leerlo), quien suele dejar el pesar y la alegría fuera de las manos de los hombres y mujeres que pueblan sus historias. ¿Björk? Sí, se aleja de las fórmulas del pop con cada álbum, no necesariamente hacia lo hondo. ¿Nick Cave? Viene usando los mismos materiales desde hace casi treinta años. ¿Sigur Ros? ¡Pero si Með Suð Í Eyrum Við Spilum Endalaust es el disco más luminoso que han parido los islandeses en toda su carrera! Ah, pero, entonces, quizá el hilo conductor del artículo era el de atrapar obras “difíciles” por poco obvias…

La tristeza no es forjadora de nada, y como todo estado de ánimo, más bien malogra la creación. Pasa con este artículo que le faltó coherencia, pero sobre todo valentía. Lo que está debajo de las obras de arte es la melancolía, y básicamente está debajo de todo, en todas las vajillas descascarilladas, dentro de todos los jerseys baratos llenos de bolitas a la segunda puesta o por encima de cada emprendimiento humano. Emocionar es tarea fácil, se consigue con un buen caldo de pollo. Esther Ferrer nos lo dijo, a los asistentes a su última performance madrileña, privilegio de unos cuantos que asistíamos a un curso en el Goethe Institut hace pocas semanas. Lo verdaderamente complicado es invitar a la reflexión y a la procreación de obras, eso es otro cantar.

La tristeza, si de ella se quiere hablar, está en obras tan supuestamente alegres como el “Regreso al Futuro 4” de Muchachada Nuí.

Y, sí, podemos gozar así de bien de listas muy negras…Pero no de esta lista, desde luego. La verdadera tristeza tiene otro nombre. Bonjour tristesse bien podría haberse llamado "despertar a la melancolía". Y aquello de "Tristessa nao te fim" es completamente cierto, sólo que esa tristeza perenne es otra cosa. El libro, Melancolía, de L. Földényi se ha reeditado este otoño en Galaxia Gutenberg y no se menciona. Plath murió hace muchos años y la legión de admiradores no deja de crecer. ¿Qué pasa con Portishead, que firman el álbum más terminal del año, lleno de clicks rotos, de samples estropeados, de anorgasmia cualitativa? El caballero andante Avishai Cohen cantando Alfonsina y el mar, eso lo resume todo. Y Rembrandt, sí, sí es triste, pero sobre todo melancólico, de principio al fin. Los ojos de esa mujer central en Sansón y la boda hablan por sí mismos: ¿nunca te sentiste como ella en medio de una multitud regocijante y quisiste ametrallarlos a todos o bien administrarte una sobredosis que detuviera para siempre la facultad de sentir?

La tristeza no es arte, más allá de que sepamos nutrirnos de las experiencias que proporciona. La melancolía fecunda el arte y está agazapada en todo, pero mucho, mucho más allá. Sin embargo, no tiene buena prensa y se trataba de seguir alabando las liviandades orgiásticas, un poco más teñidas de negro esta vez (¿Tim Burton? ¡Ay! Valiente hubiese sido anotar una obra realmente dolorosa, quizá demasiado, como Tideland de Gilliam). No me como aquello que se escribe con “lágrimas de rimel”, prefiero El ardor de la sangre que corre debajo de todo esto. Lo demás es pose y estrategia.