Uno toma desviaciones impensadas en determinadas encrucijadas. Uno cree tener, al principio, un par de alternativas, para descubrir sin proponérselo un sendero oculto entre el barullo de la existencia. Mi abuelo, a los setenta y un años, viudo después de cuarenta y dos de matrimonio, se subió a un barco sin conocer su destino. Aún le están buscando. Mi desviación fue otra cosa. Quedarme en mi sitio, tratar de retener las cenizas para crear una criatura nueva. Fabricar un nosferatu del amor que algún día nos dijimos que nos teníamos. En verdad que lo amaba, o había un espejismo de lo más realista de amor entre nosotros. A ver, qué sucedió entonces. Ya no sabré ir en pos de la verdad. Me agusané. Voy hacia el fondo, ahí donde yace mi miedo, donde quizá encuentre los motivos y ya será demasiado tarde. Infinitamente, cocinada en miedo, si me cuajé fue porque nadie apagó el horno a tiempo. Cuando desperté de la pesadilla de los bostezos, me aferré a la tarea de amarle, pero sólo podía amar mi propio tedio. Por eso un viaje, a priori, se me antojaba la última tontería.
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En proceso. Roma è persa. Relato para Monstruos.
Nos mudamos
Hace 11 años
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