Todo el tiempo los cruzamos y pocas veces son conscientes de su papel. Casi nunca serán puentes construidos por quienes escribieron esas páginas, en cambio aparecerán sólidos y transitables por quien los encuentra como lector. Mi primera deformación lectora significó no sólo leer un libro, sino recorrerlo preguntándome qué podría contar de él en una crítica. La segunda deformación vino al dedicarme a leer transversalmente, seleccionando qué me quedaba y qué no, qué se venía a vivir conmigo a mi maleta de apuntes, la que algún día crearía los pasajes a mis propias ficciones (y aquí, también podría contar, otro día, las deformaciones escritoras que he sufrido, que no creo que sean en absoluto particulares).
La tercera deformación lectora, la más reciente, ha tenido lugar desde que comenzamos
con el programa. Leo los libros cruzándolos entre sí y, por poco que tengan que ver unos con otros, los puentes en mi mente se tienden solos. Se generan conexiones porque ya no sé leer sin pensar a todas horas en próximos guiones. De resultas, lo que leo ya nunca más es un libro aislado, ni se corresponde con la poética interna de un autor, ni siquiera con los temas que, sigilosos, frecuentan escritores de la misma generación... Leo en un libro
todos los libros que alguna vez tuve en mis manos y todos los que alguna vez tendré.
Por cuenta de esta coyuntura, o por cuenta de la muy sugestiva entrada en la estación de las lluvias y los sueños barrocos, algunos de los enlaces que hallo son como las pepitas, diminutas, encontradas en el lecho del río, que por sí solas valen en apariencia poco pero señalan la existencia de nuevos cruces, certezas, aproximaciones, ¡yacimientos!, ¡engranajes! Quizá todo lo que trato de encontrar en esos pasajes es la belleza de sentir que no se está tan solo.
Porque íbamos a
entrevistar a Isaac Rosa, me sumergí en sus novelas.
El país del miedo es pausado, ambiguo y torturante. El personaje central es un varón de clase media y de mediana edad, el ejemplar idóneo para desarrollar toda una teoría del miedo en nuestras sociedades contemporáneas. Los capítulos que no cuentan la peripecia en sí van describiendo lenta y concienzudamente cada una de las zonas de la existencia abocada al miedo: “
A menudo piensa en el dolor, pero le falta experiencia”. Es en las páginas 71-72 cuando llega esa enumeración, análisis quirúrgico, del miedo al dolor, y no hace falta ser muy sutil para asumir que como miedo es universal. “
Eso le hace pensar en la importancia de la premeditación del dolor”, y nos dice que hay un espacio de la anticipación y la prevención, un trabajo cerebral que recrea el dolor incluso antes de haber recibido el más mínimo estímulo para ello. Recita, con la demora característica en todas las páginas de la novela, procesos psíquicos que acompañan a la tortura y se centra en un método concreto, “la cuchara”.
Regresé entonces a las páginas, recientemente recorridas, de
El vano ayer, la segunda novela de
Isaac Rosa. En ésta hay un pasaje que no está calcado del que menciono antes, es más bien su reverso. (Páginas 167 y siguientes, no lo tengo aquí para copiar): el narrador ocasional habla en primera persona de las torturas sufridas y en un momento se abstiene de seguir describiendo, “
no se puede explicar en palabras...”, cuando llega al momento en que le aplican corriente eléctrica en diferentes partes del cuerpo -dedos de la mano, de los pies, lóbulos de las orejas, testículos-, para llegar a la comparación (cito de memoria, sin exactitud): “
... como si una rata te atravesara el recto hasta salirte por la boca.”
En general, el arranque del puente enciende luces de corto alcance, porque mi capacidad de asociación es más bien limitada y se puebla de diapositivas medio quemadas, destellos, fotogramas sueltos. Gritos callados en mi cabeza que lanzan sogas para enlazar ideas. Pero la referencia a la que quería llegar estaba aún caliente. En
El jardín de los suplicios (
Octave Mirbeau, editado a la vez por Impedimenta y Olivo Azul en este año), uno de los episodios más extensos, en formato de diálogo, explora lo que allí se llama la “tortura de la rata”:
- ¿Qué suplicio es ése de la rata?... - preguntó mi amiga- ¿Y cómo es que yo no lo conozco?
- Una obra maestra, milady... ¡Una verdadera obra maestra!... -afirmó con voz retumbante el hombretón, cuyo cuerpo fofo se aplastó más aún sobre la hierba.
(Y... no es de extrañar que sea éste uno de los pasajes que hicieron a su traductor,
Lluis Maria Todó, levantarse, dejar la tarea y salir a tomar aire, tal como contó en la entrevista que nos dio con motivo del
programa que dedicamos a Mirbeau).
Quise señalárselo a Rosa, pero este puente no llegó a ser cruzado en el directo. Por ello cuento aquí que la descripción de la tortura de la rata está, antes, en
Sade (¿dónde no?).
Y todo esto sigue hirviendo a alta temperatura mientras avanzo con ansia por las páginas de
El país del miedo. Leo ahora fuera de mis coordenadas espaciales: estoy en otra ciudad, sola y abismada, peripatética, he detenido mis pasos, he buscado huir de las franquicias hosteleras en general, refugiarme de la barbarie turística, y hago un alto en en un bar-cochambre, pero mis oídos no pueden permanecer ajenos al
runrún publicitario de la radio encendida:
“Acabe con el dolor, cualquier tipo de dolor, la magnetoterapia le ayuda, si ud. se ha resignado a vivir con el dolor, sepa que hay otra vida... Magnofon le librará del dolor, cualquier tipo de dolor... Utilizada a diario, es un eficaz remedio. Llámenos ahora, sin compromiso, y recibirá dos estuches magnéticos, los émbolos y... ”
Pienso en los émbolos que forman parte de la picana. Recuerdo un libro,
Tejas verdes, que compré la última vez que estuve en
Chile, el testimonio directo de un escritor -
Hernán Valdés- que sufrió detención, cárcel y tortura en el conocido campo de concentración con ese bucólico nombre.
Admito no pensar habitualmente en lo que me da miedo, por temor a la parálisis que de ello devendría. Sigo, por tanto, huyendo hacia adelante para ver si el siguiente pasaje, el próximo puente que sea capaz de construir me lleva a un lugar más seguro. Anoto el nombre de la empresa que vende la solución contra el dolor y un número de teléfono, quién sabe, algún día podría venirme bien, cuando deje de resignarme a vivir en el
dolor, que también es vivir en la
conciencia. Sabiendo que no hay remedio. Aceptando que la mentira estructurada y organizada de nuestro mundo me obliga a enfrentarme a una realidad absolutamente injusta que, mientras me promete calidad de vida, salvación y ocio moderado, me entrega minuto tras minuto nuevos grilletes para mi tiempo y mis pensamientos. “
El mismo que quiere que tengas miedo es el que te protege”, le escuché, pocos días después, a Isaac Rosa.
Me hubiese gustado preguntarle también acerca de la injusticia. Este pasaje:
“¿se da cuenta?, el delincuente siempre busca refugio en la casualidad, no en una sino en muchas casualidades encadenadas, y cada nuevo error descubierto es una nueva casualidad, pero que yo sepa nadie ha ido a la cárcel por una casualidad...” (pg. 287, El vano ayer)
me llevó hacia el libro
Justicia poética, de
Braulio García Jaén (también con él
hicimos un programa).
Tommouhi y
Mounib -quince años uno, hasta que murió el otro-, en la cárcel, tan sólo por la casualidad de parecerse (y nunca tanto, y eso es lo que explica ese bello libro) a los verdaderos autores de una ristra de violaciones. De
El vano ayer (hecho con una ingeniería interior que es por fuerza seductora para otros ingenieros de ideas) también podría contar sobre la confusión de personajes reales y de ficción, de cómo Rosa se esfuerza página tras página en recordarnos que lo que leemos es fábula, pero lo que está detrás y muy presente es sufrimiento, vileza, dolor, equívocos, injusticias y exilios de personas reales.
Y, claro, está ese otro programa, hace no demasiado, en que nos preguntamos
¿Dónde van los personajes cuando la novela se acaba? Si son personajes de películas de cine negro, preferentemente clásicas, seguro que están en
Sospechosos de David Thomson (Roja y negra, Mondadori, 2010). La pista me la dio un chico de cuyo nombre debería acordarme, participante en el taller de
Periodismo gonzo que sucedió durante una semana completa en el
Espai Caja Madrid de Barcelona, al que me sumé sólo durante una tarde. Él nos contaba apasionadamente acerca de este libro y, si sé reproducir sus palabras, dijo que las biografías de los personajes de cine negro entraban en esa novela-enciclopedia, mayúscula, abarcadora, apretada, con la nueva historia-vida que el autor les inventaba en esas casi 500 páginas.
Y pocas horas antes, leía la última
Qué Leer en una biblioteca.
Milo J. Krmpotic entrevistaba a
Samantha Schweblin (y no me habría fijado en este pequeño recuadro a no ser por el
programa 51, en el que
Marcelo Panozzo nos dio los cinco nombres de imprescindibles argentinos según su parecer):
“¿Y a qué le tienes miedo, concretamente?”
“A la muerte, en primerísimo lugar. También a la pérdida y al abandono, que son otras facetas de la misma muerte. En este sentido, siento a la literatura como una suerte de “avanzada”, como cuando en la guerra se enviaba al soldado a inspeccionar qué es lo que ocurría al frente antes de llegar ahí con el batallón completo. De alguna forma, la literatura me permite avanzar hacia todo lo que me aterra y horroriza, y regresar a casa lo más ilesa posible”
La novela más reciente de Rosa también funciona, a su modo, como un exorcismo confiado de los miedos, ciertos y perennes. Lo inquietante de ese libro es que señala todo aquello en lo que, por comodidad, por prisa, por falta de autoexigencia, no solemos pensar. Y recuerdo entonces a la protagonista de
Diario de las especies de
Claudia Apablaza, ese personaje en busca de pistas de su identidad, que se recluye, aísla y desvanece en los pasillos de “la Biblioteca”, entre otros lectores insomnes, entre otros que tampoco saben ni están preparados ni aciertan a conjurar el modo de enfrentar sus propios miedos.