Hace algunos meses, mi madre me contó que se había decidido a publicar algunos de los muchos poemas que escribe desde siempre. Que le hiciera un prólogo, me dijo también. Claro que se lo escribí. Estos días recibe en casa los ejemplares y, aunque todavía no los he visto, no me puedo aguantar más las ganas de compartirlo. Una última cosa: me parece la mayor de las justicias (poéticas) que sea ella la que publique, primero, un libro.
La libertad intelectual depende de cosas materiales.
Virginia Woolf
María Dolores Almeyda es Lola, desde ya para todo aquél que esté entrando en este libro. Lola es la autora de estos “Versos clandestinos” y es también mi madre. ¿Qué es antes y qué después? En una imposible bio-bibliografía, inadecuada a los tiempos y al sentir políticamente correcto, podríamos encontrar algo como: “Lola Almeyda escribe cosas, literatura y personas, desde el principio de los tiempos; usted no puede leer sus obras anteriores porque son de carne y hueso, porque algunas se han muerto, porque docenas y docenas de proyectos se licuaron entre sus manos bajo el efecto de los ácidos que son las necesidades de los demás; y eso que llaman avatares de la vida”.
Para mí, la madre y la poeta coinciden con mi biología, con mi experiencia del mundo y mi conocimiento de los conceptos “escribir” y “vivir”: con independencia de que las tres obras producidas en su vertiente “madre” tienen ya treinta años y la primera obra en su faceta “poeta” llega en este año a manos desconocidas. La poeta estuvo siempre ahí, fundida y confundida, sin espacio propio, sin cuarto ni zulo: apenas cajones en los que cuartillas y libretas se mezclaban con mecheros olvidados por otros en los bares, ropa interior bien doblada, pequeños objetos a los que uno se va aferrando a través de los años. La poeta era una mujer paralela, una especie de fantasma que atravesaba su cuerpo, sus manos y su vista, la componedora de un discurrir de pensamiento que se volcaba fuera de las cotidianas miserias. ¿Dije “fuera”? Más bien, quizá, dentro, tejiendo incansable en el núcleo oscuro de lo que nos dejaba ver a los demás.
Quien escribe lo hace a todas horas, en cualquier lugar, sobre cualquier superficie. Puede estar calculando asientos contables, pero en verdad compone versos. Puede estar dando a luz, pero en realidad compone versos. Puede asistir a funerales, pero lo cierto es que compone versos. La existencia de mi madre y la madre-clandestinamente-poeta me enseñó que nadie, en el “afuera”, puede decirnos lo que somos “dentro”. Que “dentro” somos libres para okuparnos, experimentarnos y resignificarnos. Que el cuarto propio de la amiga Woolf es y no es verdadero, porque si se mira de cerca roza la falacia pequeñoburguesa y resulta francamente irreproducible en según qué contextos; y que en ningún lugar somos más libres que en nuestra vida interior. La colonización sigilosa de nuestros pensamientos es, para muchos y muchas, la última libertad posible.
Lola nunca me ha dado a leer sus versos voluntariamente. Adicta a los cuadernillos y libretas, los tenía y utilizaba a todas horas, y a veces los dejaba olvidados por mesas y estanterías. Me recuerdo siempre buscando la hora solitaria para echar un ojo. Había una gaveta, un cajoncillo de polipiel roja: algo así como medio metro cúbico que albergaba las cuartillas más secretas, supongo.
Envejecer es algo que hacemos todos, pero algunas cosas se mantienen. Cuando, hace pocas semanas, me dio a leer los poemas seleccionados para incluir en el libro, no pude introducirme en ellos sin sufrir los temblores propios de quien está hurgando en la intimidad de otra persona. Porque -no hablaré demasiado de ello, quiero que lo comprueben ustedes mismos-, la poesía de Lola puede ser una experiencia descarnada para quienes somos sus hijos, pero creo que contiene un nivel de desnudamiento grande y malsano -como puede ser “malsano”, en la retórica positivista, estar en contacto con ese oscuro núcleo interior, cuya existencia muchos negarán-. En Versos clandestinos, la Lola-fachada, dedicada en apariencia a la pura y eterna Obligación, es pisoteada y enterrada por los Temas verdaderamente importantes. Surge de dentro la mujer que siempre estuvo ahí, la Lola-poeta que al fin se muestra, no sé si orgullosa, pero al menos consciente-de-sí: haya o no haya ojos para leerla. El que estemos aquí, a punto de pasar página, no cambia en realidad nada.
Queda preguntarse si la Lola-poeta habría sido lo que es, habría dado un solo fruto, sin la otra, la responsable de un mundo. Y una última cosa, que también pesa: cuando uno se ha acostumbrado a vivir dentro de sus pensamientos, entregarles un mínimo de condiciones de visibilidad y ofrecerlos puede ser un camino, también, tortuoso. En Versos clandestinos Lola por fin da cuenta de ello. Ha sido su propio médico indagador, su detective de dudosos métodos, su jurista escribiente de una licencia poética hecha a su medida; y aquí, en exclusiva, tenemos las filtraciones de aquellos cuadernos secretos, hurtados a las miradas, preservados de la suciedad del gran Otro, la Realidad. Ella los hace públicos al tiempo que siguen siendo clandestinos: y esto es así, probablemente, porque a las viejas costumbres es difícil decirles adiós.
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