Los cuentos son hijos. Me cuesta parirlos. Indeciblemente me cuesta. Llevo semanas atascada. Tengo un problema de constancia tanto como lo tengo de forma. Me enferma la forma. Pero es un cuento sobre la forma. No obedezco a planes premeditados, todo va cuadrando. Formato familiar es algo con lo que no había contado. Si pongo aquí los primeros párrafos es para decir-me que esto sí se parece a lo que deseo. Página y media de las veinte que ha de tener:
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Después de tanto tiempo, alguien ha vuelto a llamarme “bilioso”. La vecina, con su pelo teñido de rojo y sus pantalones de pitillo, me ha arrojado un escupo y la palabra. Me he dado la vuelta, tumbado como estaba, con la bragueta medio abierta, y he recordado a Alicia, mi mujer. A la que solía ser mi mujer, la que ya es solamente Alicia. La pelirroja ha escupido la palabra como un viejo chicle masticado. Mi mujer –Alicia- me lo decía con amor, con lo que solíamos llamar amor. Y “bilioso” me ha despertado las ganas de formatear este desbarajuste en que vivimos, las ganas de reventar a alguna comadre por todos sus orificios y las ganas de rapear. Ni por asomo sabe esa desmigajada qué guarda dentro de sí ese exabrupto cariñosiento. Algo insultante, se imaginará. Sólo porque le recordé que hace dos semanas me pidió prestados unos huevos, o porque me negué en redondo a moverme de mi butaca de jardín para ayudarle a entrar en su casa el contrabando que consigue vendiendo trozos de su ajuar, o porque simplemente no me he movido ni un centímetro para mirar su culo embutido en lycra. Allá ella, allá todos vosotros. Que las basuras de cada hombre, cada mujer, viajen por separado. Éste es el mundo que nos hemos ganado. Malditas las ganas. Ésta es del tipo que espera, aún, eso que se entendía por galantería por parte de todo aquel que lleve pantalones. Igual antes, flaca, quizás antes… Si todavía salgo a la puerta de casa con la dichosa prenda en su sitio no quiere decir que me parezca conveniente mantener una sola de las pautas del viejo civismo. Ha muerto, esa palabra, como otros dos millares. Y ésa, ahora, es la gran diferencia: el mundo se ha vuelto mucho más acotado, a costa de cargarnos el diccionario. Todos contribuimos a hacerlo sucumbir.
Os presento a la “culta”, Carmina, elegantísima, curtidísima ex señora de un corredor de bolsa. Se divierte arrojando pedazos de inocuo sentido a la cara de las adversidades sin la más mínima conciencia. Se las arregla para tener siempre comida. Empapa las entrepiernas de cuantos se la cruzan porque, a pesar de todo, aún tenemos entrepierna. La vecina es otra más, ciega y sorda, que vive en la creencia de que pasamos por una crisis de orden económico, que está sufriendo en sus carnes apreturas pero aparenta indiferencia. Y vendrán, se dice Carmina, tarde o temprano, para arreglar esto. Quién tenga que venir, nadie sabe. Mientras tanto, se salvan. Ay, tontitos, es mucho más que eso. Todo lo que antes conocíamos como mundo está desapareciendo, y el principal síntoma de todos es que nos estamos quedando sin palabras. Es un reajuste, un punto y aparte, la pausa necesaria de la confusión y el despilfarro, en aras de reordenar las cosas y nuestra relación con las cosas. No espero que nadie le encuentre sentido, habéis vivido demasiado tiempo en la oscuridad y la ignorancia. Pero miren ahora los periódicos, si logran salir dos veces por semana. Reducidos a una plana, un pliego de papel desdoblado en treinta y dos partes es todo lo que son capaces de contarnos. Con eso se resume todo, no hay más. Y no, no es que no haya papel, es que no nos quedan palabras. Cuanto antes lo entendáis, mejor para todos.
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Es el octavo relato de Monstruos.
Nos mudamos
Hace 11 años