viernes, 30 de enero de 2009

Del Brazo de la Locura (II)

¿Cómo se llamaba, pues, cantaor?
Yo, Hilario Mejías, pa servirlo a usted. El rufián ese, ah, dijo que se llamaba Dutoux, que venía caminando cual peregrino desde la zona más despoblada de Francia, y yo le dije que se había desviado mucho del camino de los santos. Como verlo, no lo veía, a lo mejor se estuvo riendo de mí. Pero había muchas risas en aquel sitio, y habría muchas más, hasta que dejó de haberlas. Chiquillos por aquí, chiquillos por allá. Los mismos mocosos que me tiran los huevos podridos de sus corrales se comportaban como las luciérnagas en torno a la luz cuando el francés estaba cerca. Flautista de Jamelís, le puse. ¿Encanto? ¿Belleza? A otro con ésas. Por el dios del cante os juro que ése tenía más años que mis abuelitos si vivieran hoy. Un bicho malo, como esas termitas que se comen mis banquetas desde que el mundo es mundo.

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Mientras me decido a dedicarle las horas necesarias para terminarlo, Del brazo de la locura es, cómo no, mi mejor cuento hasta ahora. Y éste uno de sus fragmentos que más me divirtió escribir.

sábado, 24 de enero de 2009

Lo que decanta en mi sangre (de lectora)

Antirreseña de LO QUE ARRAIGA EN EL HUESO. Robertson Davies. Libros del Asteroide. Enero 2009


A la luz de la novela recién concluida, el trabajo en que me empeño es tonto, miserable, pero eso no me salvaguarda de asumir la más estricta disciplina en pos de producir el mejor de los libros posibles.

Me abruma pensar en la dosis de autoconvencimiento necesaria para abarcar esta novela –y es una parte de tres, de la Trilogía Cornish, y son tres las trilogías que este autor terminó durante su vida. Bien… no eres la primera flor tardía de la Historia, pero, -dice Tancred Saraceni a su pupilo- si crees que ya sabes todo lo que puedo enseñarte, recapacita. Técnica, sí, de eso has adquirido una buena porción; convicción interior, todavía no. Como no considero que haya adquirido por mi parte una buena porción de la técnica necesaria, he de continuar leyendo, porque en los libros están mis maestros.

El enfoque de Lo que arraiga en el hueso se enmascara de biografía. El hilo narrativo continuo, perfectamente trenzado y coherente, es el relato de la "vida" de "Francis Cornish" –y me son necesarias las comillas para expresar lo artificioso de hablar de esta historia y de sus personajes como si de cosas existentes, en el ahora o en el pasado, se tratara; es fácil caer en esa trampa. Ese meollo estructural se lleva hasta las últimas consecuencias: un río-biografía donde la inmensa cantidad de detalles no parece fortuita, ni antinatural, ni excesivamente forzada. Donde todo parece encajar en su sitio y el relato corre en pos de desentrañar "lo que arraiga en el hueso" de todo ser humano con una historia detrás, todo aquello que, observando con la más minuciosa lupa, no se podría entender porque está dentro de la "vida" con efecto pretérito, con profunda raigambre, y contiene el halo mítico de las edades sin registros.

Esta especie de investigación ficcional, hecha de prosa e imaginación acerca de cómo se construye un hombre, hace un libro increíble -por lo espectacular del resultado- pero creíble en grado sumo Porque es brillante la forma en que nos lleva hacia dentro, siempre hacia dentro, sin dejarnos escapar, pero no mediante la ocultación, el suspense narrativo o las tramas complicadas: sólo mediante un ejercicio de inteligencia que –sumado al verdaderamente asombroso trabajo de secuenciación, donde ni falta ni sobra nada- logra encontrar en cada asunto una serie de matices nuevos, insospechados, lúcidos y sorprendentes. Nada está dado en esta novela con un solo punto de vista.

¿De qué está hecha la "vida" de un hombre por dentro? No hay neutralidad en su acercamiento al "hombre". No deja de permitirse algún que otro juicio moralizante, pero desde todos los ángulos posibles. Todos esos ángulos van sumándose en este enorme fresco y están ahí por una razón. Sin embargo, la razón-motivo no preocupa mayormente –porque las "vidas" no tienen propósito, las apariencias de las vidas carecen de esquemas, de correspondencia o de equidad. Todos esos ángulos son fruto de la arbitrariedad imaginativa, y sin embargo no es posible cuestionar en ningún momento las decisiones del autor –quizá, porque el sentido común implícito en el libro, y que algunos llevamos dentro, nos dice que también en las vidas todo es arbitrario, fortuito, innecesario, pero se pega a uno como "lo que arraiga en el hueso".

La necesidad de cada pequeño fragmento, de cada giro a lo largo 470 páginas, brota sola. Todo está ahí con un peso y una naturalidad apabullantes.

No se trata de realismo en su vieja acepción. Dentro de la componenda magistral del libro no se cesa de advertir que el autor no busca la representación ilusoria de una realidad que lo respalde, que le dé cuerpo. Siempre es una "vida" y siempre es un "personaje", y están dentro de la ficción y del artificio. Es un mundo interior –por no encontrar mejor sintagma para referirme a ello- impregnado en objetos y cosas.

Entiendo esta novela si utilizo como metáfora la ambivalencia del personaje central respecto de la pintura moderna: así, en esa pintura que acompaña la trayectoria vital de FC (se habla a menudo de Picasso), los elementos puestos en juego son tan arbitrarios como los habitantes de cualquier "mundo interior". En la pintura tradicional, háblese del Renacimiento o el Barroco, a la que se adhiere estética e ideológicamente Francis Cornish, el mundo interior no está ausente, sino que el pintor debía articularlo mediante temas universales –mitos.

El mito mismo de la biografía es inextricable. Davies no se propone sonsacar el secreto de la "vida" a partir de su novela, pero terminamos de leerlo y quedamos con una entusiasta sensación de haber asistido a un verdadero concierto biográfico. El primor de su prosa, el tesón del artesano, la convicción en la necesidad de su trabajo son las bazas de un novelón que, por el argumento contado en su contraportada, no me habría llamado mínimamente la atención. La genialidad está en que, con materiales de todos los días, escogidos con un rigor casi científico, usando palurdos y señores llenos de fallas y trancas, organizando destinos desorganizados sin mucho brillo, con párrafos no siempre reseñables por su estilo, pero con prosa líquida, viva y casi de andar por casa, organiza una fastuosa fiesta de inteligencia deliciosa de leer.

Mi problema ético-estético con esta novela y con mi propio trabajo es que carezco de "convicción interior". Es la falta de fe -porque malamente entiende esa palabra una que se llama a sí misma atea- en que mi "mundo interior" sea válido, preciso, sagaz, amplio y esclarecedor, que su contemplación valga algo para alguno de los otros que están afuera. Cuando escribo no me pierdo en esas conjeturas. Y cuando escribo acerca de algo existente en el mundo –este libro- no las temo, no las percibo siquiera. Mi problema nace cuando tengo que trabajar a partir de mi "mundo interior", tan maltrecho el pobre, tan mal alimentado. Porque está ahí, vive conmigo, lo pongo a currar desde que tengo uso de razón, pero otra cosa muy distinta es hacerlo plasmarse en un objeto tangible. Si he de usar el mito para darle forma, me entra el ataque de relativismo, porque ya está "todo hecho". De lo contrario, la forma es libre. Abstrusa. Lenta. Pringosa. Irreal. La forma lo es todo, como decía Clarice Lispector, porque en nuestro interior no hay nada más que palabras. De eso estoy yo hecha, y por tanto no confío en los argumentos, lo dicho no vale por lo que representa, vale por lo que tiene de puerta cerrada, de concepto, o de insatisfacción eterna.

lunes, 12 de enero de 2009

La dulce envenenadora (reseña)

“La dulce envenenadora”
Arto Paasilinna
Anagrama

Abrimos un libro de Paasilinna para escapar de lo corriente. Encontramos sentido –y sentido del humor- a realidades del todo engorrosas. Disfrutamos con la acumulación descontrolada –aunque siempre bajo un riguroso control- de circunstancias y acontecimientos, de peripecias que, amalgamadas, hacen entreabrir los labios en sonrisa boba. Le pedimos que nos enseñe el lado liviano, colorido y caleidoscópico de la existencia, a veces tan mortalmente aburrida. Un poco de todo eso hace en “La dulce envenenadora”: pertrechado de su habitual ironía, se pone al lado de una anciana a la que, al final de sus días, le toca defenderse con uñas y dientes de la juventud, tres buenos-para-nada que abusan de su buena pasta. Al contrario que en “Delicioso suicidio en grupo”, sus protagonistas no pretender quitarse de enmedio, sino que se aferran absurdamente a estilos de vida de lo más inadecuado. Y ahí está la buena viejecita, que tampoco tiene el alma inmaculada, experimentando con la química. Justiciero al estilo Bronson, como le gustaba a mi abuela, cuya más mortífera arma es el azar. Tanto más es perseguida, tanto mejor le salen las cosas. Y quizás por esa concurrencia del azar, por desgracia, en este libro echamos de menos un pelín más de compromiso del autor y echamos de más la incomprensible –por vieja y obsoleta- utilización de ese azar como brazo ejecutor de lo divino. Los malos, al final, son castigados, y qué. Claro que ésta, reciente en español, es una novela de hace veinte años.

//Publicado en Go Magazine, enero 2009//

sábado, 3 de enero de 2009

El fotógrafo

El fotógrafo se ríe ahora, pero hace sólo cuarenta minutos la actividad en su hipotálamo era de una intensidad desquiciante. Se moría de miedo, en otras palabras. Sudor, palpitaciones y hasta un amago de desmayo. Hoy casi lo paga. Su afán genuino por conseguir la más exquisita toma, su dedicación plena a la tarea de capturar la realidad tal cual es y su entrega –que nadie podría discutir- al arte, hasta este día, no le habían llegado a poner en aprietos. Ya había recolectado, todo sea dicho, alguna que otra mirada de ira, o inconmensurables bocas de pasmo. Pero él no iba a renunciar a la misión que se había encomendado. Los proyectos más vanguardistas de la humanidad siempre han sido recibidos con suspicacias, e incluso odio. ¿Va a renunciar ahora, que está en la sala de urgencias de un hospital, a la que ha llegado sin resuello, sorteando al tráfico y a las viejas desplazándose cual mamuts por la ciudad, saltando verjas y atropellando skaters y carritos de bebés? Por supuesto que no. Mientras espera que le miren la rodilla cuya piel se descuelga entre jirones de pantalón, el fotógrafo ríe. Ríe y ríe, como alguien que acaba de constatar que lleva el billete ganador de lotería, porque ya ha chequeado el resultado de la caza. La muchacha, la hermosa muchacha de piel blanca y vestido corto, la cervatilla de sus pesquisas de hoy, no llevaba bragas. Más aún: el complementario es que iba depilada.