sábado, 3 de enero de 2009

El fotógrafo

El fotógrafo se ríe ahora, pero hace sólo cuarenta minutos la actividad en su hipotálamo era de una intensidad desquiciante. Se moría de miedo, en otras palabras. Sudor, palpitaciones y hasta un amago de desmayo. Hoy casi lo paga. Su afán genuino por conseguir la más exquisita toma, su dedicación plena a la tarea de capturar la realidad tal cual es y su entrega –que nadie podría discutir- al arte, hasta este día, no le habían llegado a poner en aprietos. Ya había recolectado, todo sea dicho, alguna que otra mirada de ira, o inconmensurables bocas de pasmo. Pero él no iba a renunciar a la misión que se había encomendado. Los proyectos más vanguardistas de la humanidad siempre han sido recibidos con suspicacias, e incluso odio. ¿Va a renunciar ahora, que está en la sala de urgencias de un hospital, a la que ha llegado sin resuello, sorteando al tráfico y a las viejas desplazándose cual mamuts por la ciudad, saltando verjas y atropellando skaters y carritos de bebés? Por supuesto que no. Mientras espera que le miren la rodilla cuya piel se descuelga entre jirones de pantalón, el fotógrafo ríe. Ríe y ríe, como alguien que acaba de constatar que lleva el billete ganador de lotería, porque ya ha chequeado el resultado de la caza. La muchacha, la hermosa muchacha de piel blanca y vestido corto, la cervatilla de sus pesquisas de hoy, no llevaba bragas. Más aún: el complementario es que iba depilada.

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