viernes, 22 de enero de 2010

Caritas


Muchos de los que me conocen no saben que soy, en realidad, alguien bastante tímido que se lo piensa siete veces antes de entablar una conversación con un desconocido. Algo bastante absurdo cuando se pretende ser periodista (pero siempre dije que yo era periodista sin vocación).

Así, uno de los últimos encargos recibidos me pilló de través cuando me dijeron que debía salir a la calle a interceptar la opinión de la gente. No tres o cuatro, sino cinco opiniones diferentes sobre diez temas diversos. Para sacar cincuenta he pasado cuatro o cinco mañanas con el cámara en el centro de Madrid (a través de las ventiscas, los temporales y las nieves de estas últimas semanas) y he tenido que saltar encima de casi cien personas. O de doscientas, si contamos a todos los que no me dejaron terminar la frase "perdona, buenos días, estamos haciendo una encues..."

Muchos creerán por prejuicio que es el tipo de trabajo que se le encarga a los becarios. Puede ser. Pero sería un error. En estos días he aprendido que para que la gente se detenga contigo un minuto, te deje grabar sus opiniones con una cámara y sacarles una foto hay que echar mano de toda la psicología del mundo. Al cabo de las primeras negativas y de sentirme terriblemente mal por ellas, descubrí que esto era parecido a ligar en un bar. No te acercas a todos los tipos que están solos, sólo a aquellos que en principio parecen tener ganas de entablar. Gran palabra ésa.

En estos días, también por primera vez, me daba lo mismo si la gente hacía o no hacía cosas bonitas. Si sabía pintar con el pie o escribir poemas en braille. No los entrevistaba por hacer cosas especiales, tan sólo por ser especiales. Miraba la cara de una mujer, de un hombre, elegía el tema (tenía diez distintos para recopilar respuestas), los asaltaba, les pedía permiso. En estos días, mis objetivos sólo debían disponer de medio minuto para quedarse conmigo, y detenerles no fue tarea fácil.

Por eso, por la gigantesca amabilidad del gesto de prestar la opinión de uno que vive y lucha a otro que vive y lucha (que eso es un periodista hoy día) y regalarle un poquito de su tiempo, escribo esta entrada hoy y ya me voy a dormir. Espero que ninguno se reconozca en las fotos porque por supuesto no tengo permiso para ello y por eso están en quince píxeles cada uno. No porque no sean importanes, sino porque son súper importantes.

Sin embargo, tras la timidez y la lucha, venía lo más extraño. Cuando terminaba las mañanas de grabación y persecuciones callejeras, decía adiós a mi compañero y me metía al metro rumbo a casa. Me costaba al menos un cuarto de hora darme cuenta de que ya no les necesitaba, de que ya no debía estar escrutando sus rostros en busca de una esperanza de respuesta ni seguir parando a la gente que me cruzaba en el camino.

Y el veneno, sin embargo, ya estaba inoculado. Ahora no puedo parar. Necesito saber los nombres de todos vosotros y lo que pensáis todos vosotros, sin excepción, de todas las cosas.