miércoles, 20 de julio de 2011

Un sepelio contundente


Descansados, descalzados, nos movíamos por las dunas tiempo atrás. Hoy me he venido a este lugar de nuevo, con tu perro, que te ha sobrevivido. Al que sólo tolero por ser la última cosa tuya que me queda. Un perro no es un buen amigo, por mucho que se empeñen.

En la trastienda de un anticuario sardo, hallaste una caja de insignificante lata. La decoración, volutas japonesas. Sin haber pedido permiso, es allí donde guardo los lazos de cuero con que me hago atar cuando viene F., el conferenciante habitual de la Universidad, siempre obsequioso en sus visitas; o cuando viene M., el farero, a quien no le gusta esta casa por estar, dice, aún más aislada que su morada. No sabe él cuánta isla llevo adentro. Aún así, me muerde y me ladra como un perro. No se lo pido yo.

Estos cirios, estos velámenes... Lo intentaste, pero aún quedó mucho trabajo pendiente para hacer de esta casa algo parecido en afán coleccionista a la casa del poeta. Ese, a ti, te parecía un burgués. Y tú, ¿qué eras? No puedes censurar mi soledad, que es sólo soledad de ti y de tus cosas, arrambladas, hace tanto, por tus hermanas.

Esa mañana en el bote. Allá solos en medio de la ensenada. Me gritaste. No sé por qué volví. Conjuraste tormentas. No soy irreprochable, hasta ahí llega mi sabiduría; y tú también lo sabías al comprarme a mi anterior dueño. Diríase que se te había olvidado aquella marca, aquellas condiciones, aquel precio de saldo. Cualquier baratija de la casa, aquellas postales de siglo XIX, habían sido más caras que yo. Tesla era un piromaníaco y yo un cornudo adelantado, eso decías. Pero yo llevaba catorce años allí, contigo, tu perro y tus gin-tonics al atardecer. Subiste tanto el tono que me hundiste en los viejos abismos. Eso fue: para resurgir, para no tener que llamar a la puerta del infierno, cogí aquel remo.

Insistentemente huyo de mi juventud de mujer aspirante a poeta y me reciclo en personajes que sirvan a otros a entenderse. Ser actriz secundaria redujo en mucho mis inclinaciones a la parafernalia, fue el medio para evitar la nostalgia de lo no alcanzado. El fracasado siempre era otro. Y yo la viuda.

Ese pelo tuyo. El sepelio tuyo. Me quedan cuatro pelos, y aunque no venga nunca nadie, uso la peluca que heredaste, ésa que te daba tanta grima. Estoy harta de caminar por la playa, sin dientes, sin pelo, con perro. Esta noche pediré al farero unos buenos azotes. O un cirio encendido.

PD. Este cuento tiene dedicatoria II

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La condesa sangrienta

La casa del poeta (foto)

Tabú

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