martes, 16 de diciembre de 2008

Yo también soy una caja (de sorpresas)

Me vas perdonar, Natalia, los tontos juegos de palabras con el título de tu (precioso) libro. Libro que habría de ser de lectura obligatoria para los aspirantes a escritores, para los asistentes a todos los talleres de narrativa del mundo, para los profesionales del quejido. Claro está, para ninguno el proceso de encontrar la voz se presenta del mismo modo que para el vecino -os fijáis, ¿verdad? En lo que hace, y lo que expresa, y en la postura, y en el titubeo del vecino de pupitre del taller de aspirantes a escritor. Esto de escribir -como aprender a caminar, como traspasar el muro de la crítica del mundo, como empollar huevos- no es algo que se pueda enseñar, así, en general. Pero hay en tu libro un manual de aproximación a la lectura que es el primer paso para acercarse a la creación de todo, de cualquier cosa escrita.

No, ya sé que no pretende ser un manual. En realidad, pretende ser muy poco. Tan poco como una caja.

Y escribo esto para no dejar pasar las páginas de otro libro sin expedientar qué me aprovechó de él. Porque leer es el primer tramo de este viaje.

Tu libro me gustó desde la dedicatoria. Mantengo el secreto sueño de estar al menos a esa altura cuando por fin alguien confíe en mis relatos lo suficiente como para hacerlos publicar. Me gustó desde su excusa literaria: una obra, la obra de un escritor, es más, de una escritora, y no de cualquier escritora: la de Clarice Lispector.

Me gustó porque es una historia de amor. No de cualquier amor, sino de amor a los libros. Es, también, a ratos, la historia del amor a una misma, la de la osadía de encontrar la propia voz hundida.

De todas las cosas de que está hecho tu libro, me quedo con ésa. La embriaguez que lo viste –y mira que yo me embriago- es un río de búsqueda, un paulatino (¿por qué para algunos resulta tan endiabladamente fácil?) desbrozar el camino hacia la tarea ineludible:
“Claro que lo haría, algún día, mañana, mañana… pero no hacía nada parecido a lo que se llama esfuerzo y que ahora sé que es el peaje ineludible tanto para ser madre de un libro como de un hijo de cualquier otra índole” (11).

Porque yo también amo a Lispector, pero eso no viene al caso. Yo también he pasado años diciéndome a mí misma (y a todos, lo cual es infinitamente más cruel y terrible) que quería escribir. Como si “escribir” fuese un asunto milagroso, como si esperase que, un buen día, al despertar con los restos de maquillaje del día anterior y sin haber empuñado un pilot, me hubiese convertido en escritora por los efluvios de algún pedestre aire nocturno.
Me gustó por los balbuceos.
“Escarceos con la idea de ser una artista, en el sentido más moderno, desenfadado y superficial, de tener en la punta del pie el salto hacia una fama secreta, incluso instantánea, de usar y tirar”… (14).

Así que tu personaje, Nadila, o cuánto de ti hay en un nombre, se lanza, despacito, a tientas, dando tumbos, desguarnecida, sin método, sin alambre y sin red. La funambulista deliciosa. Sin saber bien qué debía sacar de un nombre, de una recomendación. Unos tienen mentores de carne y hueso, otros tienen autores de cabecera. Lo importante de tu libro es que el autor no está en la cabecera, sino que está dentro. Convertido en algo más, en otra cosa, en un proceso de (i)respetuosa apropiación. Entender mejor a esa autora te hizo entenderte a ti misma. Y no hay milagros de por medio.
“Qué doloroso y lento, qué tortura puede resultar la adquisición de menos de un gramo de conocimiento” (50).

Buscar la voz resulta ser un proceso de desemascarar la identidad. Ahí es donde la gran mayoría de narradores del mundo me causan perplejidad, y un poquitín de asco: ya venían con el bigote puesto.

Porque, ¿por qué asentimos al cocinero de fama internacional cuando intenta develar los secretos de un solo ingrediente y desmantelar los procesos de la elaboración, y le admitimos en cambio, le exigimos, al escritor que monte con sus materiales un argumento con el que todos podamos seguir creyendo en la función utilitaria de las palabras, y a nadie se le ocurre que éstas son, en suma, ingredientes? Perdón, no me he expresado bien.

Importa el proceso, el recorrido que hacemos machete en mano, tanto o más que el resultado. En eso tu libro me parece valiente. Basta ya de historias. Las palabras, ésas, son el material y el protagonista, son la garantía de la escritura. A veces nos esconden, pero haciéndonos sus amigas nos revelan.

Podría decirte que me confundió la mezcla de géneros. Nadila se enfrenta un poquito a la realidad, pero después se olvida de ella. Lee y rebusca en los datos biográficos de CL. A veces tuve la sensación de un quiero y no puedo. Más Nadila, más forma de personaje, o menos, ninguna realidad en absoluto. ¿O buscabas ese despojamiento?
“Estrella tras Estrella, todo me subía a la cabeza, y entonces sentía que comenzaba a ser” (63)

El escritor es siempre un escritor más sus circunstancias, eso pareces dejarlo claro desde el principio. Rebanaste el mito poco a poco.

En tu libro, hay una historia de misterio. El misterio de encontrarnos. El de haber redondeado los decires, mágicamente, por uno mismo. El de habernos puesto nombre. Pero este proceso es algo que sucede una sola vez. Más tarde llega la interiorización, el qué hacemos con ello, en definitiva. La imagen de Nadila huyendo, cara blanca y ropa negra, con la música de The Cure en los oídos, extrañada y expuesta, vacía por dentro, es algo que no quiero volver a leer. Quiero, a continuación, leer aquello que Natalia Carrero sabe que tiene que escribir.

Gracias, en fin, Natalia. Ahora me toca a mí.

2 comentarios:

Tamaruca dijo...

A mí también me ha llegado muchísimo este libro. Aunque no sé expresar así de bien porqué me ha gustado tanto. A lo mejor es que me parezco un poco a la dueña motorizada de N&N, no sé.

Carolink dijo...

Gracias por tu comentario Tamaruca. Yo desde luego tampoco me parezco a Nadila. Aplaudo la valentía de quien escarba hondo para poder decir algo distinto.