Se llamaba Carolina. Se murió un día, pidiendo una y otra vez la canción que más feliz la hacía. “Palabras para Julia”, la canción de Paco Ibáñez sobre el poema de José Agustín Goytisolo. En ese sentido, los trabajos de Mariluz tenían más efecto sobre ella. Y algo llega hasta hoy, desde esta muchacha Carolina, que podía haber sido abogado, limpiadora de escaleras o artista multimedial, si el folklor y la ginebra fuerte de la zona, aparte de la tuberculosis, se lo hubieran permitido.
Llega hasta aquí, hasta este instante. Ella se emocionaba con la agridulzura de los poemas cabrones, y prefería los sentimientos fuertes -dentro de la esperanza tenebrosa de la que esas palabras eran acompañadas-, sentía que debía agarrarse a algo verdadero, por duro que fuese, para poder seguir respirando, para pedir un segundo más de resistencia a sus pulmones. Los pulmones y el alma están fuertemente conectados: “Te sentirás acorralada, te sentirás perdida o sola, tal vez querrás no haber nacido”.
Pero sí, tanto como dolía la vida, también era su contrario, su verdor, su belleza, su alegría, y el deseo de una mujer de veintipocos años de ser el centro y la esponja y el testigo de todo eso.
Cuando Carolina sentía que los días de la vida se le estaban descontando más rápidamente, les llamaba al estudio una y otra vez. Siempre tenía una nueva canción que sentir, que le transmitiría el mundo de detrás de las cortinas de organdí blanco.
Y Mariluz y Serafín hacían todo lo posible por complacerla. Incluso mosqueando a los otros enfermos del hospital que, si no conocían a Carolina, su candidez y su ardor, incluso llegaban a protestar por la repetición infinita de las palabras.
Agarrarse a las palabras, a los sonidos, repetir, aumentar la dosis, tomar de nuevo el poema, leer de nuevo el pasaje, escuchar otra vez la canción, para curar, para paliar la melancolía así como la salvaje certeza de que no tendríamos parte en la vida.
Serafín y Mariluz vieron perderse a varios de aquellos oyentes-pacientes, pero ninguno dolió tanto como Carolina. Ya tenían fecha para la boda (que sucedió un primero de mayo) y se dijeron, sin paliativos -y tampoco se acordará ninguno de ellos de quién tuvo la idea-, que si tenían una hija esta se llamaría Carolina.
Sólo para que el nombre le sonara, a la niña, algo grande y pesado, algo rococó y de demasiadas consonantes velares. Algo que sus tías ni sabían pronunciar -calorina, decía una-, y siempre prefirió la forma abreviada Caro. Sobre todo cuando supo que en italiano Caro es tan bonito como querido, amado.
También, y ella no sabía mucho de aquella muchacha Carolina, quiso cambiarse el nombre una vez. Convenció a todos sus profesores y compañeros de escuela de que, a partir de cierto día -el empeño duró aproximadamente dos años- debían llamarla Julia.
También, y siendo muy joven pero habiendo ya perdido aquel ímpetu de cambiarse el nombre -y quizá es que comenzó a entender que los nombres no son más que pegatinas, y que lo mismo daba uno que otro, y que su abuela jamás la iba a llamar Julia y Caro era tan corto y tan bonito- su primera experiencia en algo que los mayores llamaban “el mundo laboral” fue en una emisora de radio.
Pero de eso hace mucho, mucho tiempo. Han pasado veinte años. Pero Carolina, la del nombre de muerta, vuelve a la radio.
Nos mudamos
Hace 11 años
1 comentario:
que bonito...
Publicar un comentario